En busca del lector ideal
Periodista y escritora. Es autora de los libros "Señoritas en toma" y "Educación superior".
Se escribe en soledad, estado que puede ser físico en condiciones ideales, como un departamento cedido o la pieza de un hotel pagada por un editor. O no tanto, como un escritorio al fondo de una casa mientras la vida doméstica pasa más allá de la puerta. Como escribe Mary Ruefle en "Mi propiedad privada": "Muy a menudo esa libertad se vuelve solitaria y aburrida y temerosa y desea unirse a otra cabeza, a veces tener una cabeza no es suficiente, tener tu propia cabeza da lugar al deseo de la cabeza del otro, por el deseo natural de amor y comunión. Pero de la codicia, del deseo de control y poder, crece un monstruo, el deseo de tener tantas cabezas como sea posible. Ninguno de nosotros es inmune -quién no quiere más clientes, pacientes, consumidores, lectores-, pero el deseo puede alcanzar proporciones inhumanas".
Los escritores parecen ser vampiros sedientos de admiración... y de lectura. Monstruos hambrientos que intentan no parecerlo, una máscara que la mayoría de las veces resulta gracias al estudio del comportamiento a través de la lectura, sumado al psicoanálisis.
Pero el autor no existe sin un lector. Si este falta se convierte en alguien con un cuaderno de composición, no un escritor. No hay receptor. Pero, ¿cuánto cuesta encontrar a esos primeros ojos que sacrifiquen tiempo y calma para revisar algo que con esfuerzo y bastante suerte se convertirá en un libro? Valientes para decir "en esta parte me aburrí" o "¿por qué este personaje desaparece?". Generosos para marcar "esta escena la alargaría".
En julio se publicará en Chile de manera póstuma el volumen "Apuntes para John", de la periodista y escritora estadounidense Joan Didion ("Noches azules"), donde relata a su marido y compañero de oficio, John Gregory Dunne ("Confesiones verdaderas", fallecido en 2003), sus idas al psiquiatra. El adelanto editorial señala que estas páginas mostrarán "el implacable escrutinio de las propias acciones" de la autora, "como nunca la habíamos visto: abierta, vulnerable, en lucha contra las emociones más intensas. 'Apuntes para John' es el registro extraordinariamente íntimo de un viaje doloroso y valiente" a través de cuadros depresivos, culpa, ansiedad, alcoholismo y la relación con su hija adoptiva.
La escritora mostró un poco de esto en "El centro cede", documental estrenado en 2017 tras el éxito de "El año del pensamiento mágico", libro que analiza la muerte desde una perspectiva no religiosa, tras el deceso de su marido. En la cinta Didion cuenta que se casó a los 30 años, cuando trabajaba en Vogue, mientras él estaba en Time. Por razones económicas se fueron a California y allí surgió "Río revuelto", novela sobre un matrimonio que se derrumba, editada por Dunne.
"Él no estaba feliz con lo que hacía ¿cómo iba mi matrimonio? No éramos felices", dice la escritora entonces octogenaria. Y una voz lee un fragmento de su primer libro: "Quiero que sepas mientras me lees precisamente quién soy, dónde me encuentro y qué tengo en la mente. Quiero que entiendas exactamente lo que hallaste".
Se trata de una especie de conversación sin fin, donde no hubo un acuerdo sobre escribir acerca del otro, ambos asumieron con quien se casaban, agrega la autora en el documental. Es la vida de cada uno como posible material del otro, compromiso que también contrajo Virginia Woolf ("Las olas") con su marido y editor, Leonard, a quien en la carta antes de poner fin a sus días escribe "creo que voy a enloquecer de nuevo. Siento que no podemos atravesar otro de esos tiempos horribles. Y esta vez no me recuperaré. Comienzo a escuchar voces y no puedo concentrarme. (...) Me has dado la mayor de las felicidades posibles. Has sido, en todos los sentidos, todo lo que alguien puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que llegó esta enfermedad".
La libertad y experimentación que caracteriza a los textos de Woolf probablemente no existirían sin Hogarth Press, editorial propiedad del matrimonio y encabezada por Leonard, que publicó obras como "La señora Dalloway" y "Al faro", sobre cuyo proceso Virginia recuerda en su póstumo "Diario de una escritora", editado por el marido, que el viernes 14 de enero de 1927 "el libro ya está acabado para que Leonard lo lea el lunes". Al noveno día, agrega: "Leonard ha leído 'Al faro' y dice que es, con mucho, mi mejor libro, y 'una obra maestra'. Me lo ha dicho sin que yo le pidiera su parecer".
Desde un entorno más contemporáneo, Stephen King, en esa suerte de manual que es "Mientras escribo", relata cómo su esposa, Tabitha ("Survivor"), rescató del basurero el manuscrito de "Carrie", que lo puso en las vitrinas de todo el mundo, y le dedica el capítulo sobre las revisiones, donde señala que "todas las novelas son cartas a una persona", el "lector ideal": el escritor, "en varios momentos de la redacción de una historia, se pregunta '¿qué pensará cuando lea esta parte?' En mi caso, el primer lector es mi mujer". Todo antes que el conglomerado de editores y agentes tras su nombre como marca.
Parece que un escritor necesita una pareja lectora. Alguien con quien hablar, al que mostrarse más desnudo que sin ropa interior. Que en susurros escuche miedos y perversiones, deje entrever cómo orientar a los monstruos, la manera de hacerlos jugar a favor del autor.
La lista de solteros inmortales en la literatura es más breve y allí destaca Henry David Thoreau ("Walden") atento a conejos y lechuzas, en cuyas páginas poco se conoce de su relación con seres humanos, salvo su familia que lo ayudaba con las tareas domésticas y su amigo y protector, el filósofo Ralph Waldo Emerson ("Nature"), que lo guió entre las hojas con clorofila y las de papel.
Alguien que nunca se casó fue Jane Austen ("Orgullo y prejuicio"), quien se resistió, asimismo y pese al éxito, a abandonar su origen agrario. Desde esa vida retirada en la campiña británica, con lluvia y ropas de lana, a comienzos del siglo XIX anotó: "Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna necesita una esposa". La historia de Elizabeth Bennet y Mr. Darcy aún conquista corazones de papel y cristal líquido en cada adaptación a la pantalla.
Un punto intermedio es el escritor austro-húngaro Franz Kafka ("La metamorfosis"), nacido a fines del siglo XIX, aunque considerado hoy el mejor descriptor del hombre moderno y sus rutinas sin sentido. Kafka en vida editó sólo un par de libros en el tiempo que robó a su trabajo como funcionario, sumado a decenas de artículos y cuentos repartidos por revistas y publicaciones menores.
Kafka estuvo a poco de casarse con Felice Bauer, a quien escribió apasionadas cartas lejos del gris de sus relatos más recordados. Terminaron y volvieron numerosas veces, hasta que ya no. Luego vino Milena Jesenská. Repitió el patrón. En las vacaciones previas a su muerte, ya enfermo, apareció Dora Diamant, su última cuidadora, quizás incluso de sí mismo, porque la única relación estable de Kafka fue su amigo y agente, Max Brod, al que pidió quemar toda su obra tras la muerte. Por supuesto que desobedeció y el futuro le agradece.
Uno de estos libros es "Contemplación", con el que Kafka debutó en diciembre de 1912. En la antología "Cartas a Felice", hay una de octubre de aquel año donde él le cuenta "mi libro, mi librito, el cuadernito ha sido felizmente aceptado. Pero no es bueno, es necesario escribir cosas mejores".
Esa alegría casi infantil de Kafka parece ser patrimonio quienes han buscado algo que la mayoría de las veces parece traer más problemas que satisfacciones, además de ser un pésimo negocio: publicar un libro. Sin embargo, pese a las formas mil veces rebuscadas, cada escritor pareciera anhelar, desear, a ese lector ideal.