Tienes que comer
-Julia -la llamó él-.
Ven acá.Ella obedeció en el acto.
Miguel acarició su cabeza. Era una perra hermosa e inteligente, mezcla de pastor alemán con otra cosa igual de enorme.
-Espérame en la puerta -ordenó apuntando al suelo.
Fue por unos palos para la bosca. Mientras prendía el fuego, decidió que acomodaría al chino en la pieza que usaba como taller. Era un poco más grande y además la cama estaba nueva, es decir, no recién comprada, pero la habían utilizado apenas un par de veces.
-¿Puedes caminar?
No esperó su respuesta y lo llevó en brazos. Su cuerpo era tan liviano que por primera vez en toda la noche sintió miedo.
Después de dejarlo sobre el colchón, fue por más frazadas, una polera, un buzo y unas calcetas chilotas. Quiso explicarle qué ocurría, pero en realidad ni él mismo llegaba a entenderlo. Aunque no porque se sintiera desconcertado, simplemente no quería llegar a ninguna conclusión. Como el muchacho examinaba la pieza, solo dijo:-Iba a ser para cuando mis hijos vinieran a visitarme, pero como no vinieron mucho, terminó transformándose en mi taller.
El chico miró la ropa que tenía en las manos con recelo. -¿Prefieres ponértela tú? -preguntó tendiéndole el buzo-. ¿Puedes?
Él permaneció encogido sobre la cama, no pareció que pudiera mover los dedos. Miguel comprobó la temperatura en su frente y midió sus pulsaciones. Muy lentas aún. Fue por el secador y se lo pasó por el pelo.
-Ahora te voy a desvestir -anunció con cautela y luego lo hizo con la diligencia y seguridad de un médico. Antes de vestirlo, examinó su cuerpo: había varios moretones y rasguños, pero ninguna herida de gravedad. También estaba bastante desnutrido, pero Miguel pensó que, si ya había resistido el agua fría del estrecho de Magallanes en esas condiciones, únicamente le quedaba mejorar. Después de arroparlo hasta el cuello, prendió el computador y buscó "Primeros auxilios hipotermia" en Google. Necesitaba un termómetro y compresas tibias. Evaluó el estado del paciente desde la puerta.
-Ahora estás seco -dijo, y por la mirada del muchacho intuyó algo más que desconfianza, un "ni siquiera imagino cómo podría ser eso posible".
El reloj de la cocina marcaba las tres con quince. En la lancha debían seguir despiertos a punta de mate o vino, pero en vez de llamar a Emilio, como este le había ordenado, llenó la tetera para el guatero y calentó leche. Al mojarse la cara con agua fría, se preguntó cuánto tiempo habría estado el chino flotando en el mar. Uno de los entrenamientos del servicio militar en Punta Arenas era tirarse de un buque y nadar por el estrecho. Recordó que al llegar a la orilla se sentía tan aturdido que ni ganas le quedaban de despotricar contra los oficiales.
Roció la avena con tres porciones de azúcar -no, mejor cuatro- y llevó todo a la pieza.
-Está tibio -dijo ofreciéndole la primera cucharada al muchacho.Cuando iba por la mitad, él alejó la cara. -¿No quieres más? Pensaba prepararte unos fideítos…Él negó con la cabeza en lo que debía ser su primer acierto comunicativo.
-Tienes que comer -pidió Miguel-. Un poquito que sea.