"The Eddy": una carta de amor eterno al jazz
Netflix nos sorprende con "The Eddy", película que cuenta con Damien Chazelle ("La La Land") en la dirección, un elenco internacional de primera línea y toneladas de buenas canciones.
"Sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones y la música de Duke Ellington", decía el escritor y jazzista Boris Vian. La frase podría reflejar los principios de la serie "The Eddy", aunque considerando el lado B de cada factor. Es decir, la contracara del amor y también la de un género musical que ha evolucionado desde los tiempos de las big bands.
El título alude a la locación principal: un club de jazz en París cuyos dueños son los músicos Elliot (André Holland, "Moonlight") y Farid (Tahar Rahim, "Un profeta"). Una banda estable -liderada por la carismática cantante polaca Joanna Kulig ("Cold War"), quien tiene un romance conflictivo con Elliot- ameniza las noches desde el escenario. Todos ellos parecieran componer una familia disfuncional en torno a la música. Elliot no tiene otra: tras la muerte de un hijo emigró a Francia con el fin de dejar atrás su pasado. Farid, por su parte, está felizmente casado con Amira (Leila Bekthi, "Un profeta") aunque es un bohemio irremediable.
La visita inesperada de Julie (Amandla Stenberg, "Los juegos del hambre"), la hija adolescente y rebelde de Elliot, enfrentará al músico con su pasado mientras lidia con sus conflictos sentimentales, su crisis creativa y -tras una tragedia que enlutará a la pequeña comunidad de músicos- las amenazas del bajo mundo delictual.
Cada capítulo de "The Eddy" concentra su mirada en un personaje dentro del ecosistema. Eso amplía las redes relacionales y permite entender la sensibilidad de cada uno de ellos. Son ocho estudios de personajes que se desenvuelven en un mismo contexto.
Lo interesante es que el énfasis no está puesto en los avances de una trama que transcurre con ritmo propio, sino que en el asombro sensorial por el mundo retratado. Las canciones -interpretadas in situ por el elenco- suenan íntegramente; una espontaneidad propia del documental alimenta los capítulos; la cámara está en constante movimiento al estilo del cine de realidad que promulgaba la Nueva Ola francesa (o el pulso inquieto del cine de John Cassavetes, omnipresente como referente); la imagen es granosa, más cercana al romanticismo del celuloide que a la nitidez de la alta definición. La fórmula se traduce en una frescura que no es tan habitual en la era del streaming, donde parece aflorar la obsesión por lo nuevo.