Dolor; angustia; sufrimiento; rezos; gritos; sollozos; llantos; recuerdos … Me falta vocabulario para intentar describir lo que debe haber sido el interior del avión que transportaba al Chapecoense, desde Brasil a Colombia.
"Vectores, vectores", es la última súplica que emite el irracional e irresponsable piloto a la torre de control. Él y sólo él visualiza el futuro. No hay más contacto. Se viene la tragedia. Todo parece indicar que los que iban en el avión entendieron que nada sería igual. Ni para ellos, ni para sus familias, ni para el fútbol.
La noticia se esparció con esa velocidad propia de la modernidad.
De allí, nacieron gestos impresionantes para los tiempos que corren: Atlético Nacional de Medellín, su rival, renuncia a la Copa Sudamericana y solicita expresamente que se la den, en forma póstuma, a los que no volverán.
Se multiplican las muestras de solidaridad. Desde mensajes que llegaban de canchas de todos los rincones del mundo, hasta el silencio sepulcral del Estadio Monumental (¿Habrá otro momento igual de conmovedor en el recinto colocolino? ¿O en el fútbol chileno?), mientras el tenor Tito Beltrán interpretaba el Ave María de Schubert.
Los homenajes seguirán. Los recuerdos no se detendrán. Ya vendrá aquel que querrá testimoniar el accidente con una película para el cine. Otro ideará un documental. Sobrarán libros al respecto.
La familia de cada uno de los fallecidos lavará el dolor y seguirá adelante, pensando en cómo el destino los marcó. El club vivirá con el recuerdo eterno, haciendo crecer la leyenda de un equipo inmortal.
Así, sin duda, será el futuro de un grupo que salió en busca de la fama y ganó el derecho a la eternidad, sin escuchar el pitazo final.
En mi caso, acostumbro a viajar mucho en avión (de hecho, me pidieron escribir este tema el martes 29, mientras iba a Copiapó, y lo hago el viernes 2, rumbo a Puerto Montt). Este año acumulo más de 120 vuelos y todavía me queda una docena, antes del 31 de diciembre.
En la mayoría de los casos me quedo dormido antes de que se mueva la máquina para despegar, y suelo despertar a minutos del aterrizaje. Considero que debe ser un mecanismo de defensa, pues me han tocado vivir situaciones muy delicadas.
Recuerdo una inolvidable. En 1995, era Gerente de Selecciones de Chile. En Copa América de Uruguay, fuimos un desastre. De regreso, eliminados en primera fase, nos trasladamos por tierra de Paysandú a Buenos Aires. Ahí nos esperaba el avión Ladeco, rumbo a Santiago.
Todo normal hasta pasar Mendoza. Entonces se siente una gran explosión. El avión cae en forma abrupta. Gritos destemplados. Delante mío, José Luis "Coto" Sierra y Sebastián Rozental. Los dos desesperados. Con violencia les tomo los hombros y les grito: "Tranquilos, no se muevan".
El piloto estabiliza el avión y anuncia el regreso a Buenos Aires. Se ha quebrado en mil pedazos el parabrisas del copiloto.
En Ezeiza, Abel Alonso -gran dirigente que presidía la delegación- le pregunta a los jugadores si esperamos o viajamos al día siguiente. Volvemos.
Mientras cambian el parabrisas, un grupo de jugadores se acerca a los pilotos. Conversan fluidamente, hasta que Javier Margas, pregunta al piloto, "¿qué hubiese pasado si se quiebra el parabrisas cruzando Los Andes?".
Él, calmado, le responde: "No estaríamos aquí para contarlo".