Zoológico Metropolitano
Lo visitamos un domingo cualquiera de hace muchos años. Fascinados, pudimos apreciar de cerca especies animales que antes solo habíamos visto en televisión o revistas. Mi hijo se mostró fascinado con el rinoceronte, suerte de acorazado viviente, que se desplazaba con una morosidad amenazante, alternada con bufidos y movimientos bruscos que hacían cimbrar el piso desde donde lo observábamos. Las jirafas -que meses más tarde perecerían durante un trágico incendio- fueron un deleite para su joven espíritu. Su inusual colorido, largas extremidades y cuello rematado en una elegante cabeza con cuernos de puntas ovaladas -que no eran otra cosa que antenitas, para su infantil discernimiento- capturaron su interés e inspiraron muchos de sus posteriores dibujos. En lo personal me impresionó el serpentario. No por la cantidad de reptiles en exhibición, sus tamaños, colores o variedades. Lo que me sobrecogió sobremanera fue la deplorable visión de un diminuto ratoncito. Permanecía paralizado de terror, al interior de una de las vitrinas, junto a una culebra que parecía dormida. Encogido y con los ojos desmesurados por el miedo, solo un leve estremecimiento conseguía corroborar que aún existía un hálito de vida en ese cuerpecillo agarrotado. El instinto le hacía presentir su triste destino: Alimento del ofidio.
Pero lo que permaneció impreso largo tiempo en mi memoria, fue algo inusual ocurrido en el recinto donde residía el oso polar. El imponente animal reposaba a orillas de un estanque de agua, destinado a paliar, en parte, las carencias originadas por la ausencia de su gélido hábitat natural. Todo transcurría normal hasta que se dejó oír el zumbido de un tábano, volando hacia él. Por largos minutos observamos cómo la gran bestia blanca se sacudía y manoteaba, intentando repeler al minúsculo insecto. Hasta que, fatigado por tan prolongado acoso, acabó sumergiéndose en la piscina,
Sí…David volvía a vencer a Goliat.