El vendedor de stickers del fútbol chileno
Hugo Figueroa tiene 57 años, la mitad de su cuerpo quemado, una cicatriz que le cruza toda la cara y un muñón a la altura de la muñeca izquierda. Al caminar deja ver una leve cojera y, cuando sonríe, muestra los únicos cuatro dientes que le quedan.
Está sentado en una fuente de soda de Estación Central y come un pollo con papas fritas. Con la mano derecha sostiene el tenedor; con el muñón empuja la comida.
Y mientras lo hace, presenta su currículum: vendedor de stickers de equipos de fútbol y machetero con licencia: "Conocido en todos los estadios de Chile, de Arica a Puerto Montt".
Se quemó
Nació un día de 1958 en Santiago. Cuando tenía entre nueve meses y un año sus padres lo encargaron a unas vecinas para que lo cuidaran. En vez de hacerlo, dice, se dedicaron a tomar. Y ahí, de alguna manera que no recuerda -quizás fue una tetera, una salamandra, la estufa-, se quemó el lado izquierdo de su cuerpo, y la piel de su abdomen se fundió su brazo. Fue llevado de urgencia a un hospital y el médico de turno decidió que la mejor forma de separarlo era amputándole la mano. Su cara también se quemó.
Ya con el aspecto que lo acompaña hasta hoy, a los 10 años fue diagnosticado de epilepsia. Lo internaron en varios hospitales psiquiátricos, de los que siempre terminó escapando. Por eso comenzó a deambular por las calles de Santiago, hasta que llegó a la ribera del Mapocho. Para sobrevivir pedía monedas o vendía los remedios para la epilepsia que le entregaban en el consultorio a drogadictos del río. Entre medio, se hizo alcohólico.
Dice que recién pudo abandonar el río cuando conoció a su primera mujer, en algún momento entre los 17 y los 20 años. Con ella tuvo una hija y su primera casa. También su primer trabajo: vendía abarrotes en La Vega. Pero el alcohol y los remedios lo convertían en un hombre violento. "Cada vez que llegaba curado le pegaba a mi mujer. Hasta que terminó echándome", dice. No la volvió a ver. Tampoco a su hija.
Después de eso, explica, vienen varios años en blanco. Reconstruye algunos recuerdos vagos. Pero no tiene nada muy claro. Esa época simplemente, agrega, se borró de su memoria.
Eso hasta que conoció a su segunda mujer. Con ella tuvo otro hijo, y luego dos más. Cambió la calle por una casa en Maipú y se subió por primera vez a una micro a pedir plata.
Sobrevivió así, macheteando, durante una década. Y recién en 1995, de casualidad y en el Estadio Nacional, se convirtió en quien es hoy: "El viejo de los stickers", conocido en todos los estadios, de Arica a Puerto Montt.
Los stickers
No recuerda quiénes jugaban ni qué llevó para vender. Era un partido de fútbol del torneo nacional y llegó invitado por un amigo. Se trataba, le prometió, de un negocio rentable. "Lo pasé bien, así que a la semana siguiente volví", dice.
Pero esta vez lo hizo con stickers de la Universidad de Chile. 100 pesos por cada uno. Ese año volvió al Nacional cada vez que la U jugaba de local. También empezó a seguirla de visita. "La gente me empezó a reconocer, me compraban los mismos", afirma.
Como la plata era buena, decidió extender su radio de acción. Entró a las galerías del Monumental. Un domingo cruzó medio Santiago para llegar a San Carlos de Apoquindo. Empezó a ir a Santa Laura. También a La Florida, a La Cisterna. Y en paralelo, seguía en las micros.
Sin darse cuenta, Hugo Figueroa, "el viejo", como le gritan, comenzó a hacerse moderadamente famoso. Y su fama, dice Figueroa, un exalcohólico, se masificó: la municipalidad de Estación Central le consiguió pasajes liberados en una línea de buses y sumó a su pyme los estadios de todo Chile. Llegó a Valparaíso con calcomanías de Wanderers. En Sausalito siguió su ritual, pero con el escudo de Everton. Empezó, además, a seguir a Colo Colo por distintas ciudades: el Municipal de Collao, Las Higueras, La Portada, el Chinquihue.
- En Santiago hacía calor así que andaba en camisa. Llegué a Puerto Montt y el frío casi me mata. Nunca había ido, no tenía cómo saber que allá era helado.
El mito
La U fue bicampeón con César Vaccia. Wanderers volvió a ganar un título después de 33 años. La UC se quedó con el Apertura 2002. Apareció el Cobreloa de Nelson Acosta. El Colo Colo de Borghi, que ganó cuatro al hilo. La U de Sampaoli. Y la Selección, que derrotó a Argentina y ganó su primera Copa América.
Y Hugo Figueroa, el mito de los stickers, siempre estuvo, ofreciendo calcomanías del equipo de turno. Y siguiendo la misma ruta siempre: primero la tribuna Andes, luego la galería Norte. En el segundo tiempo cruza hasta la galería Sur, donde se ubica la barra local. Sólo en el Monumental el recorrido es al revés: la Garra Blanca está en el lado norte. Recorre todas las escaleras y cada pasillo. Los hinchas, dice, lo saludan mientras ofrece los stickers que cambian de precio según el sector. Le gritan "viejo" y le hacen bromas según el último resultado de su equipo, que él no revela. Así cada sábado y cada domingo. Y cada miércoles si hay copa.
200 pesos por cada sticker o tres por 500. O lo que le den a cambio. Porque Hugo Figueroa, en realidad -y esto lo dice recién ahora, después de varias horas de conversación- no vende calcomanías de equipos de fútbol. Lo que hace, dice, es pedir una colaboración. Y a cambio, como agradecimiento, ofrece un adhesivo. Y lo explica porque al viejo, el vendedor de stickers, no le gusta que lo llamen así: vendedor de stickers. J